Por SERVIO PEÑA
Exclusiva Para Neybacity
El sabio puede
cambiar de opinión. El necio nunca.
Emmanuel Kant
Existen al menos once “razones que
no dejan razonar”, conforme enumeración del psiquiatra dominicano Dr. José
Miguel Gómez: odio, resentimiento, orgullo, rencor, celos, envidia, egoísmo,
sentimiento de superioridad, complejo de inferioridad, impulsividad y vanidad
(Trampas de la Personalidad, 2002-211).
No sé cuál de esas razones
específicamente -aunque en mi ignorancia creo pueden ser todas- conduce a las personas
a expresar juramentos donde se comprometen, per secula seculorum, a cumplir
con la realización o con la abstención de realizar determinados actos de su vida
personal, familiar o social “¡así sea lo último que haga!”. También a renegar
de alguien, profiriendo públicamente en contra de éste injurias o palabras
afrentosas sin motivo aparente o, bien, motivadas en razones baladíes, pero que,
habiéndose expresado delante de testigos, se siente aquel
que las ha dicho en tal grado de compromiso que, “¡de echar para atrás, mejor
muerto!”.
La doctrina jurídica sostiene que el
juramento “es una afirmación de una promesa solemne, hecha tomando a Dios como
testigo. Es un acto grave, pues jurar, para luego decir algo contrario a la
verdad, constituye perjurio, que podrá dar lugar a sanciones penales” [ENJ-2-400,
La Prueba ,
Escuela Nacional de la
Judicatura , 2002 (en línea)].
“Además habéis oído que fue dicho a
los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os
digo: no juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios;
ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es
la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco
o negro un solo cabello; pero sea vuestro hablar: Si, si; no, no; porque lo que
es más de esto, de mal procede” (Mt. 5.33-37).
Escuché alguna vez o quizás leí en
algún lugar, que los juramentos llegaron al mundo en los tiempos primitivos, justamente
en el momento en que un hombre pretendió engañar a otro y, desde entonces, se
han convertido en actos públicos y solemnes que son tanto promesas como
declaraciones de hechos invocando a algo o a alguien.
La ley obliga a las personas que
serán oídas en calidad de testigos en un juicio a jurar decir la verdad según
sus creencias; los que asumen un puesto público de importancia juran ante Dios
y la Patria ,
poniendo su propio honor como garante, cumplir fielmente los deberes de su
cargo; los graduandos juran ante Dios y la sociedad practicar sus profesiones
con ética, eficiencia y honestidad; los que se desposan se juran amor para
siempre.
Todo lo anterior es válido y
pertinente y por lo cual no debemos preocuparnos. Lo que nos debe preocupar son
los juramentos a que nos hemos referido en líneas anteriores, que incluyen “¡no
piso la casa de Fulano jamás, aunque se mueran todos!”, dicho sin tomar en
cuenta, incluso, el afecto a que socialmente obliga el parentesco existente
entre la persona que jura y la aborrecida.
Y nos preocupan tanto tales juramentos,
que no tememos asimilarlos a aquella promesa que, pese a la tristeza que le
causó (Mr. 6.26a), se vio obligado a cumplir Herodes Antipas, hijo de Herodes
el Grande, mientras ejercía simultáneamente los cargos de Gobernador de cuatro
reinos, tras haberla hecho bajo juramento en presencia de testigos, mientras
era celebrada su propia fiesta de cumpleaños en la ciudad de Séforis, capital
de Galilea, el principal reino (PAUL, André. El mundo judío en tiempos de
Jesús: historia política. Ediciones Cristiandad, Madrid, 1982- 210).
Sucedió que Herodes, impresionado
hasta la lujuria por el baile sensual escenificado por Salomé, joven y hermosa hija
de Herodías, su nueva esposa, la misma que antes también fuera esposa de Felipe,
su propio hermano, razón moral por la cual Juan el Bautista le había aconsejado
que no la tuviera como mujer (Mt. 14.4, Mr. 6.17) por considerar esta unión un
acto ignominioso, delante de invitados, le dijo a la muchacha: “-Pídeme lo que
quieras, y te lo daré” (Mr.6.22b).
La bailarina, que estaba advertida
por su pérfida madre, quien odiaba al profeta y quería matarlo por el consejo
dado al rey, que entonces pretendía convertirse en su incestuoso nuevo marido,
satisfizo la previa recomendación de su progenitora, pidiendo: “-Dame en un
plato la cabeza de Juan el Bautista” (Mt. 14.8, Mr. 6.25). Así, el tetrarca sucumbió
ante la urdimbre maliciosa de Herodías, cuya trama consistía, usando a su
propia hija como señuelo, en lograr la muerte de Juan, “el maestro directo de
Cristo” (AVELINO, Fco. Ant., Curso de Historia del Pensamiento Político, Ed.
Tiempo, Santo Domingo 1993-193).
De semejantes juramentos, ¡líbrenos Señor!