No toda la nostalgia que de improviso ataca con
crueldad el espíritu conmovido nace del ahora doloroso y trágico. Hay
una sucesión de recuerdos que se expresan con celeridad entre el
presente que se juzga injusto y sórdido y el ayer memorable, de
imponderable reposición. Las ciudades procuran que los ciudadanos estén
confortables en ellas, que aspiren a la elusiva felicidad, que respiren
bien y se sientan humanos.
Esa es una misión irrenunciable y básica de cualquier “conglomerado” humano.
Los santiagueros que vieron circular con profusión los humildes y resignados burros que arreaba el pregón mañanero saben bien de qué se habla en estos párrafos dolidos por el ruido de alarmas, de bocinas, de plantas eléctricas y de los carros del concho, entre otros..
Es el concierto rutinario de la antesala del infierno.
Nos hemos “urbanizado”, nos hemos convertido en una “metrópolis”, hemos crecido, pero no nos hemos desarrollado.
El Santiago de estos días es irreconocible en su fluir rutinario, en contraste con cuatro décadas de marchantas, zapaterías, talabarterías, relojerías improvisadas en las calles.
Pregón inolvidable y sus borricos resignados.
Si hay un pueblo que no puede expresarse en dolor por la presencia de sus burros perdidos y hoy extrañados es el de Santiago.
No generaban ruido, obedecían buenamente (aunque con la conocida parsimonia de siempre), las órdenes de sus amas, las vendedoras de carbón, flores, verduras y víveres.
No creaban problemas de estacionamiento, su alimentación salía barata (por lo general desperdicios de comida, cáscaras y hierba).
El burro es un animal harto calumniado, una especie casi extinta, un discreto animal de símbolos encontrados.
Este era un registro animal de la serenidad y la prudencia con que se movía un pueblo que vivió tres décadas de marginalidad y humillación tiránica.
Sus virtudes se las puede sentir excelsas si se hacen notar los ruidos intolerables de las alarmas de los carros, de las bocinas innumerables, de los entaponamientos asfixiantes del área urbana.
Lo último en estrategia para llamar la atención de los pasajeros consiste en romperles los oídos para ver si se quieren montar en un carro cuyo chofer no se sabe si es normal o ha sido atacado por un repentino rictus de sadismo.
A cada rato pasa una ambulancia, hay un tapón en la vía pública, un pregón ofertando porquerías, un calor que Azua envidiaría, una vaina cualquiera como destinada a hacer infeliz a la gente.
Si es cierto, ya Santiago tiene lo que no tenía. Pero ahora le sobran elementos de perturbación, intranquilidad y desasosiego.
Ah!, pero falta lo último, un ejército de pedigüeños es una de las últimas plagas que algunos atribuyen al alto desempleo, (cuyas cifras alarman) y que es verdadero.
Y otros al deseo de no trabajar mientras haya quien dé o salga a la calle, el pendejo nuestro de cada día, dánoslo hoy.
¿Se merece Santiago, que tanto ha hecho por su supervivencia en medio de la tragedia y la fatiga, todo ese horror miserable?
Esa es una misión irrenunciable y básica de cualquier “conglomerado” humano.
Los santiagueros que vieron circular con profusión los humildes y resignados burros que arreaba el pregón mañanero saben bien de qué se habla en estos párrafos dolidos por el ruido de alarmas, de bocinas, de plantas eléctricas y de los carros del concho, entre otros..
Es el concierto rutinario de la antesala del infierno.
Nos hemos “urbanizado”, nos hemos convertido en una “metrópolis”, hemos crecido, pero no nos hemos desarrollado.
El Santiago de estos días es irreconocible en su fluir rutinario, en contraste con cuatro décadas de marchantas, zapaterías, talabarterías, relojerías improvisadas en las calles.
Pregón inolvidable y sus borricos resignados.
Si hay un pueblo que no puede expresarse en dolor por la presencia de sus burros perdidos y hoy extrañados es el de Santiago.
No generaban ruido, obedecían buenamente (aunque con la conocida parsimonia de siempre), las órdenes de sus amas, las vendedoras de carbón, flores, verduras y víveres.
No creaban problemas de estacionamiento, su alimentación salía barata (por lo general desperdicios de comida, cáscaras y hierba).
El burro es un animal harto calumniado, una especie casi extinta, un discreto animal de símbolos encontrados.
Este era un registro animal de la serenidad y la prudencia con que se movía un pueblo que vivió tres décadas de marginalidad y humillación tiránica.
Sus virtudes se las puede sentir excelsas si se hacen notar los ruidos intolerables de las alarmas de los carros, de las bocinas innumerables, de los entaponamientos asfixiantes del área urbana.
Lo último en estrategia para llamar la atención de los pasajeros consiste en romperles los oídos para ver si se quieren montar en un carro cuyo chofer no se sabe si es normal o ha sido atacado por un repentino rictus de sadismo.
A cada rato pasa una ambulancia, hay un tapón en la vía pública, un pregón ofertando porquerías, un calor que Azua envidiaría, una vaina cualquiera como destinada a hacer infeliz a la gente.
Si es cierto, ya Santiago tiene lo que no tenía. Pero ahora le sobran elementos de perturbación, intranquilidad y desasosiego.
Ah!, pero falta lo último, un ejército de pedigüeños es una de las últimas plagas que algunos atribuyen al alto desempleo, (cuyas cifras alarman) y que es verdadero.
Y otros al deseo de no trabajar mientras haya quien dé o salga a la calle, el pendejo nuestro de cada día, dánoslo hoy.
¿Se merece Santiago, que tanto ha hecho por su supervivencia en medio de la tragedia y la fatiga, todo ese horror miserable?